Luz
Había nacido una noche oscura pero cálida. Las luciérnagas celebraban la nueva vida entregando al mundo todo su brillo, y dibujaban estelas de esperanza sobre el negro lienzo que el ocaso les había regalado.
Su vista tardó en adaptarse al nuevo medio, pero comenzaba a tropezar con nuevas sensaciones que, a pesar de ser desconocidas, le resultaban agradables.
Podía sentir cosas que no sabía describir aún: podía adivinar la alegría de su padre, podía percibir el calor de su madre, que le abrazaba como si fuera su tesoro más grande, podía sentir el abrigo de entes que se movían como manchas de todos los colores del arcoiris, que más tarde serían los amigos que le acompañarían durante toda su vida trazando caminos que se cruzaban y se separaban: esos amigos que pintarían la obra de arte de su propia vida, salpicando de colores su alma.
Pronto se dio cuenta de que existía, de que él también entregaba a los demás algo, sin controlarlo, pero sin querer controlarlo. Notó el olor del heno donde su madre lo había depositado. Notó que a su alrededor se abría generoso un mundo que todavía, dado el poco tiempo que llevaba con vida, ni se había atrevido a imaginar.
De pronto sintió que algo ocurría, algo que no podía controlar: las fuerzas le fallaban, sus parpados se cerraban sin poder evitarlo y se sumergía en una oscuridad que le invitaba a relajarse, a abandonar la vigilia en manos de los que más le querían. No era miedo lo que sentía, pero sí incertidumbre. Era normal, nunca había experimentado el sueño.
A través de sus párpados podía ver una tenue luz rojiza que le hizo recordar que estaba vivo: el día había venido a darle la bienvenida. Abrió poco a poco los ojos. No podía creer lo que el mundo le ofrecía. La luz se adentraba caprichosa jugando con el aire, atravesandolo suavemente, como si acariciara absolutamente todo. Era la misma luz que se posaba en su piel, recordandole el calor de su madre, que la noche anterior le había protegido tanto.
Giró sobre sí mismo y allí estaba ella, siempre pendiente. No le hacía falta aprender qué era el amor. Su madre era su mejor ejemplo.
Pronto comenzó a probar su propio cuerpo, y no tardó en acostumbrarse al equilibrio y a su ambiente. Consiguió atreverse a alejarse del heno, a corretear de aquí para allá y a levantarse cada vez que caía.
Se dio cuenta de que a su alrededor no había muchas cosas que le quedaran por conocer: su manto de heno, sus padres, el marrón suelo y nada más. Podía ver a esos amigos que le rodeaban, pero estaban separados de él por unas paredes que hacían cada vez más pequeño el espacio por conocer, pero no dejaban ir más allá.
Pasaron los días, y de pronto una nueva criatura apareció: Era gris, fría y enorme. Por primera vez sintió miedo. La criatura se acercaba a sus amigos, los miraba, les gritaba cosas y se movia haciendo aspavientos. Poco después se marchaba.
No sabía qué era esa nueva criatura, pero pronto empezó a estar intranquilo. Todos los días seguía el mismo ritual: venía, observaba, gritaba, se movía sin parar y se iba. A veces tiraba algo al suelo que su madre le traía para comer.
Aún así, había algo que nunca fallaba: la luz volvía siempre para rescatarle de sus pesadillas. No sabía por qué, pero la silueta de la criatura que durante el día venía a amedrentar a sus padres y amigos, durante la noche le obligaba a aferrarse a la oscuridad, lo más cálido que podía encontrar entre las tinieblas de su miedo. Esa silueta, que se llevaba todo lo que conocía y amaba, mientras se esfumaba entre almas de seda y humo.
Y un día la luz no vino a socorrerle. Fue el llanto y desesperación que su madre, mientras la silueta que se hacía real abría la puerta que daba a lo desconocido, lo que le arrancó de su sueño.
La criatura, como si su pesadilla hubiera logrado escapar de los grilletes del subconsciente, intentaba con violencia separarle de su madre. Y ésta, en un ultimo y desesperado esfuerzo, lo empujó con fuerza hacia aquel mundo desconocido que yacía fuera del lugar donde nació. Sorprendido, se quedó petrificado durante un instante: de todo lo que le rodeaba, lo único que le inspiraba seguridad era su madre, y ahora sentía miedo hacia ella. ¿Por qué le había empujado de forma tan violenta? ¿Por qué el calor del amor le rechazaba?
Huyó, entre sollozos, corriendo, hacia donde se encontraba su otra madre, la que tantas veces le había protegido de sus pesadillas, la que, luminosa y cálida, le esperaba a lo lejos.
Y mientras huía hacia la luz, mientras oía los gritos y sentía el dolor de su madre, comprendió que ella, como la luz, también quería salvarle de su pesadilla, aquella pesadilla que, escudriñando, había llegado al mundo real. Y mientras una luz se apagaba tras un suspiro de paz, la otra, generosamente, susurraba libertad.
Su vista tardó en adaptarse al nuevo medio, pero comenzaba a tropezar con nuevas sensaciones que, a pesar de ser desconocidas, le resultaban agradables.
Podía sentir cosas que no sabía describir aún: podía adivinar la alegría de su padre, podía percibir el calor de su madre, que le abrazaba como si fuera su tesoro más grande, podía sentir el abrigo de entes que se movían como manchas de todos los colores del arcoiris, que más tarde serían los amigos que le acompañarían durante toda su vida trazando caminos que se cruzaban y se separaban: esos amigos que pintarían la obra de arte de su propia vida, salpicando de colores su alma.
Pronto se dio cuenta de que existía, de que él también entregaba a los demás algo, sin controlarlo, pero sin querer controlarlo. Notó el olor del heno donde su madre lo había depositado. Notó que a su alrededor se abría generoso un mundo que todavía, dado el poco tiempo que llevaba con vida, ni se había atrevido a imaginar.
De pronto sintió que algo ocurría, algo que no podía controlar: las fuerzas le fallaban, sus parpados se cerraban sin poder evitarlo y se sumergía en una oscuridad que le invitaba a relajarse, a abandonar la vigilia en manos de los que más le querían. No era miedo lo que sentía, pero sí incertidumbre. Era normal, nunca había experimentado el sueño.
A través de sus párpados podía ver una tenue luz rojiza que le hizo recordar que estaba vivo: el día había venido a darle la bienvenida. Abrió poco a poco los ojos. No podía creer lo que el mundo le ofrecía. La luz se adentraba caprichosa jugando con el aire, atravesandolo suavemente, como si acariciara absolutamente todo. Era la misma luz que se posaba en su piel, recordandole el calor de su madre, que la noche anterior le había protegido tanto.
Giró sobre sí mismo y allí estaba ella, siempre pendiente. No le hacía falta aprender qué era el amor. Su madre era su mejor ejemplo.
Pronto comenzó a probar su propio cuerpo, y no tardó en acostumbrarse al equilibrio y a su ambiente. Consiguió atreverse a alejarse del heno, a corretear de aquí para allá y a levantarse cada vez que caía.
Se dio cuenta de que a su alrededor no había muchas cosas que le quedaran por conocer: su manto de heno, sus padres, el marrón suelo y nada más. Podía ver a esos amigos que le rodeaban, pero estaban separados de él por unas paredes que hacían cada vez más pequeño el espacio por conocer, pero no dejaban ir más allá.
Pasaron los días, y de pronto una nueva criatura apareció: Era gris, fría y enorme. Por primera vez sintió miedo. La criatura se acercaba a sus amigos, los miraba, les gritaba cosas y se movia haciendo aspavientos. Poco después se marchaba.
No sabía qué era esa nueva criatura, pero pronto empezó a estar intranquilo. Todos los días seguía el mismo ritual: venía, observaba, gritaba, se movía sin parar y se iba. A veces tiraba algo al suelo que su madre le traía para comer.
Aún así, había algo que nunca fallaba: la luz volvía siempre para rescatarle de sus pesadillas. No sabía por qué, pero la silueta de la criatura que durante el día venía a amedrentar a sus padres y amigos, durante la noche le obligaba a aferrarse a la oscuridad, lo más cálido que podía encontrar entre las tinieblas de su miedo. Esa silueta, que se llevaba todo lo que conocía y amaba, mientras se esfumaba entre almas de seda y humo.
Y un día la luz no vino a socorrerle. Fue el llanto y desesperación que su madre, mientras la silueta que se hacía real abría la puerta que daba a lo desconocido, lo que le arrancó de su sueño.
La criatura, como si su pesadilla hubiera logrado escapar de los grilletes del subconsciente, intentaba con violencia separarle de su madre. Y ésta, en un ultimo y desesperado esfuerzo, lo empujó con fuerza hacia aquel mundo desconocido que yacía fuera del lugar donde nació. Sorprendido, se quedó petrificado durante un instante: de todo lo que le rodeaba, lo único que le inspiraba seguridad era su madre, y ahora sentía miedo hacia ella. ¿Por qué le había empujado de forma tan violenta? ¿Por qué el calor del amor le rechazaba?
Huyó, entre sollozos, corriendo, hacia donde se encontraba su otra madre, la que tantas veces le había protegido de sus pesadillas, la que, luminosa y cálida, le esperaba a lo lejos.
Y mientras huía hacia la luz, mientras oía los gritos y sentía el dolor de su madre, comprendió que ella, como la luz, también quería salvarle de su pesadilla, aquella pesadilla que, escudriñando, había llegado al mundo real. Y mientras una luz se apagaba tras un suspiro de paz, la otra, generosamente, susurraba libertad.